¿Cuál es la magia que hay en esa montaña? ¿Por qué Thomas Mann pensó en ese título para su novela? El lector ingenuo, y sobre todo el lector habituado a narraciones en donde ocurren eventos mágicos como desapariciones instantáneas, conversión de humanos a criaturas grotescas o viceversa, mediante conjuros o varitas mágicas, se encuentran con una contundente decepción al leer la novela. Un sanatorio para enfermemos tuberculosos, instalado en un gélido valle en los Alpes suizos, cerca de la ciudad de Davos Platz, en donde la eterna nieve los circunda con paisajes glaciares y bosques fríos. Un médico, el Dr. Behrens, el anfitrión y sanador de los enfermos. Los pacientes de distintas nacionalidades, entre ellos los rusos vulgares y los rusos elegantes, los teutones, los americanos, los italianos, como el académico masón Settembrini; Madame Clavdia Chauchat franco rusa. Todos habitando un espacio común en el que el verdadero personaje es el Tiempo, que transcurre con la lentitud de la nieve que lo abarca todo. Los de Arriba, personajes secundarios, que se vuelven surrealistas en sus presentaciones, sus actos, sus diálogos y sus actitudes. La muerte asechando la vida o la vida insinuado a la muerte, una dama harto conocida para los huéspedes a la que le rinden culto y quien se sienta a la mesa con los comensales en el gran comedor o en las terrazas durante las curas de reposo. En ese ambiente surrealistas, los primos Hans Castorp y Joachin Ziemssen son como un tenue hilo conductor que se ramifica, se estira, se contrae, se rompe y se ata. En realidad todos están ahí para vivir su vida de enfermos desahuciados pero también para reclamar su parte de la verdad, por eso insisten en revisar la historia, la pedagogía y la religión, en diálogos y debate fogosos como los de Settembrini el masón y Naphta el Jesuita; diálogos inútiles y debates a deshora, que no hacen más que ralentizar el tiempo que se ha vuelto el tejido sobre el que se contrapuntan todas las historias. ¿Al final que queda? Nada o todo. Todo sigue igual para la gente de arriba. Los pocos que salen y descienden a las tierras llanas, pronto regresan, con recaídas de su enfermedad, o tal vez más bien recaídas de sus conciencias que se han acrisolado en ese ambiente magnético y voraz. El hecho que Hans descienda para pelear en la guerra (probablemente la primera guerra mundial, en defensa de su patria Alemania) y que nos enteremos de su incierta suerte en la batalla, es otro aspecto más del surrealismo que impregna a la novela. La muerte o la vida de un personaje no alteran nada y lo altera todo. La eternidad está ahí en el Berghof, una eternidad hecha de instantes recurrentes y renovados. Pero el tiempo eternizado es la medida de lo que ocurre en las almas de sus hombres y mujeres que se eternizan y se ralentizan, sin prisas, sin ambiciones, sin proyectos, sin brújula y sin calendario. La magia de la montaña es esa, y únicamente ellos, la gente de arriba, tienen el derecho y la valentía de vivir la magia de sus desventuras.
¿Cuál es la magia que hay en esa montaña? ¿Por qué Thomas Mann pensó en ese título para su novela?
El lector ingenuo, y sobre todo el lector habituado a narraciones en donde ocurren eventos mágicos como desapariciones instantáneas, conversión de humanos a criaturas grotescas o viceversa, mediante conjuros o varitas mágicas, se encuentran con una contundente decepción al leer la novela. Un sanatorio para enfermemos tuberculosos, instalado en un gélido valle en los Alpes suizos, cerca de la ciudad de Davos Platz, en donde la eterna nieve los circunda con paisajes glaciares y bosques fríos. Un médico, el Dr. Behrens, el anfitrión y sanador de los enfermos. Los pacientes de distintas nacionalidades, entre ellos los rusos vulgares y los rusos elegantes, los teutones, los americanos, los italianos, como el académico masón Settembrini; Madame Clavdia Chauchat franco rusa. Todos habitando un espacio común en el que el verdadero personaje es el Tiempo, que transcurre con la lentitud de la nieve que lo abarca todo. Los de Arriba, personajes secundarios, que se vuelven surrealistas en sus presentaciones, sus actos, sus diálogos y sus actitudes. La muerte asechando la vida o la vida insinuado a la muerte, una dama harto conocida para los huéspedes a la que le rinden culto y quien se sienta a la mesa con los comensales en el gran comedor o en las terrazas durante las curas de reposo. En ese ambiente surrealistas, los primos Hans Castorp y Joachin Ziemssen son como un tenue hilo conductor que se ramifica, se estira, se contrae, se rompe y se ata. En realidad todos están ahí para vivir su vida de enfermos desahuciados pero también para reclamar su parte de la verdad, por eso insisten en revisar la historia, la pedagogía y la religión, en diálogos y debate fogosos como los de Settembrini el masón y Naphta el Jesuita; diálogos inútiles y debates a deshora, que no hacen más que ralentizar el tiempo que se ha vuelto el tejido sobre el que se contrapuntan todas las historias.
¿Al final que queda? Nada o todo. Todo sigue igual para la gente de arriba. Los pocos que salen y descienden a las tierras llanas, pronto regresan, con recaídas de su enfermedad, o tal vez más bien recaídas de sus conciencias que se han acrisolado en ese ambiente magnético y voraz. El hecho que Hans descienda para pelear en la guerra (probablemente la primera guerra mundial, en defensa de su patria Alemania) y que nos enteremos de su incierta suerte en la batalla, es otro aspecto más del surrealismo que impregna a la novela. La muerte o la vida de un personaje no alteran nada y lo altera todo. La eternidad está ahí en el Berghof, una eternidad hecha de instantes recurrentes y renovados. Pero el tiempo eternizado es la medida de lo que ocurre en las almas de sus hombres y mujeres que se eternizan y se ralentizan, sin prisas, sin ambiciones, sin proyectos, sin brújula y sin calendario. La magia de la montaña es esa, y únicamente ellos, la gente de arriba, tienen el derecho y la valentía de vivir la magia de sus desventuras.
Omar Sandoval.
Médico y escritor.
©️ Omar Sandoval
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