Mayevi Hadith
(Publicado en “El camino del abismo” Editorial artesanal Alambique)
Si me preguntan por qué lo hice, diré que por hambre. Ya no me quedaba nada, todos morían de inanición o falta de espíritu.
Aunque ya no tenía la fortaleza de antes, hice el esfuerzo por conseguir trabajo de auxiliar de limpieza, en una recicladora de plástico, aledaña al relleno sanitario. Con eso, solo me quedaba luchar por ellos.
De noche, hacía turno como cocinera en el hospicio. Al llegar, buscaba dentro de mi corazón, la motivación para enfrentarme a lo que encontraría. Me abría la puerta Sonia, quien cuidaba de ellos. Ella era niñera de vocación, desde mediodía asistía en el centro, cuidando especialmente a los preadolescentes. Siempre me contaba de la falta de alimento, que no era suficiente para nutrir a los más famélicos (que pasaban la mayor parte del tiempo durmiendo, en vez de jugar o ver televisión). De cena tomaban agua de avena o lo que yo pudiera conseguirles. Me acercaba a la cama de los más patojos. Me era posible cerrar el puño alrededor de su codo. Resaltando sobre su piel, bajo la delgada capa de carne, se notaban sus costillas y pómulos. Los ojos parecían a punto de salirse de su cara y cuando los abrían suplicaban su infancia y salud, me los imaginaba diciendo: ¿Dónde la dejaron? ¿Quién me la escondió? Su crecimiento era lento y su súplica se alargaba al oírme llegar. Muchos lloraban por no poder mantenerse erguidos y se volvían a dormir por la falta de energía. Todos los días empeoraban, bajaban mucho de peso, más aún cuando enfermaban. Pasaban los meses y no conseguía alimentarlos, me rompían el corazón. Yo nunca tuve nietos, pero me sentía muy cercana a estos chicos, por eso buscaba los medios, hasta dejar de comer por ayudarles. Con lo de mis días de trabajo en la recicladora, ganaba algunos centavos para las compras del hospicio.
Una tarde, saliendo del trabajo, el panorama se veía opaco y nublado, soplaba el viento. Llegaba a mi nariz el olor fétido del basurero. Se sacudía el polvo del suelo y se impregnaba en mi piel. Caminando entre las estrechas y oscuras calles, encontré a Hugo, un vendedor ambulante de comida. Este era un señor casado sin hijos que empezó trabajando de guajero, luego se dedicó a hacer trueque la basura para conseguir comida y lo volvió negocio. Normalmente ofrece mucho fideo y sopas instantáneas. Esta vez, noté que llevaba algo diferente en la carreta de mercado que empujaba. Me llamó con la mirada para ofrecerme una libra de arroz. Le pregunté la clase de arroz que era, a pesar de verse corriente, los granos aparentaban ser un poco más grandes de lo normal.
Me dijo:
― No importa la clase de arroz que es ahora, sino lo que es después que lo come.
― No estoy segura de entenderte, Hugo. Andá al grano que tengo prisa ―exigí.
― Ningún otro grano le dará la satisfacción de llenura que busca.
Levanté una ceja y cuestioné:
― ¿Llenura de quién?
―Paso enfrente del hospicio donde trabaja –me explicó―, en las madrugadas los niños lloran de hambre. Al menos ellos tienen suerte, tanto niño vago y abandonado... Pero ellos la tienen a usted y por eso debe llevarles esto.
―Bueno, entonces…
―Se lo dejo a tres cincuenta la libra para que lo pruebe. Es sabroso. Confíe en mí.
― Antes de pagarte – inquirí haciendo una pausa ―, ¿viene del basurero? ¿De allí lo sacastes?
― ¡No mujer! ¿cómo cree? Yo ya no hago eso. Los dueños de la recicladora donde trabaja me dijeron que les preocupa que sus trabajadores y la comunidad no coman bien. Me ofrecieron el trabajo de vender este arroz.
Decidí darle el beneficio de la duda y probar la calidad del arroz, usando las pocas monedas que llevaba ese día.
Esa noche, cuando lo cocinaba en el hospicio, sentí olor a plástico quemado. Se me hizo sospechoso y decidí no darles el arroz para la cena, lo dejé en la olla. En lugar de eso, les hice un poco de sopa. Era casi fin de mes y había escasez por la falta de fondos y cheques que no se habían liberado. No pude comprar más para completar la comida. Esa noche no cené, preferí alimentar a los niños.
Al día siguiente Sonia me dijo que uno de los muchachos mayores, Jaime, se había quedado muy tranquilo después de comer lo que había en una olla. Parece ser que consiguió arrastrarse a la cocina, cuando me marché la noche anterior, para comerse las sobras y encontró el arroz que dejé en la olla. Lo repartió con sus amigos y dejó la olla mosquearse en el corredor. No solo eso, me enteré además que la cocinera de la mañana compró un poco más a Hugo cuando pasó, lo preparó como guarnición de desayuno. Dijo que parecía tener un efecto mágico porque los niños se veían un poco más despiertos y muchos de ellos me dijeron que querían comer más de eso tan rico, que por favor se los hiciera. Al principio me negué, tenía un presentimiento, había algo extraño en aquello. Luego pensé que sería por ser algo diferente. “Así nos sucedió la primera vez que les dimos avena, ahora están aburridos de eso”, dije a Sonia en voz baja. Pero las peticiones no cesaron.
La semana siguiente, antes del trabajo, encontré de nuevo a Hugo, vendiendo más del arroz, junto a otras señoras que hacían comida en la calle para ofrecer. Él vio que me acerqué curiosa.
―Querida señora, ¿le gustó el arroz?. Ojalá porque es de buen sabor.
Varias mujeres compraron arroz al señor. Comentaban que su precio era muy barato y decían que además sabía muy bien.
―Yo no lo creo mucho, pero gracias. Voy a seguir viendo ―. Por la experiencia previa que tuve caminé de largo para comprar provisiones por otro lado, aunque no encontré mucho para mi presupuesto.
Más tarde, al terminar la jornada laboral, los jefes nos regalaron a todos una bolsa de arroz como el de Hugo. Dijeron que querían ayudarnos con esto ya que saben que la mayoría de estos barrios, cerca del basurero, no la lleva muy bien. La mayoría de personas se sintieron agradecidas y aliviados, se notaba en su rostro cierto brillo de esperanza “¡Qué buenos patrones!”. A unos pocos, sin embargo, les molesta. Piensan que pretenden comprarnos, reducirnos poco a poco los salarios u obligándonos a trabajar más, como estrategia son caritativos con nosotros. A mí también me molesta, porque con esto apenas tendría para mí misma, ya se imaginan alimentar a una docena de niños. Es imposible. Además, se me hacía que no era tan bueno.
Estando en la cocina del hospicio, estaba haciendo mucho calor y de mi frente goteaba sudor, mientras yo repasaba en mi mente la receta de los fideos con salsa. Cirilo, uno de los chicos más grandes, de cabello rizado y opaco, tocó a la puerta mientras yo picaba unos tomates.
―Danos más arroz, dijo.
―Hoy no hay mijito, ya se acabó, pero comeremos fideos ―respondí tragando saliva. Otros niños más pequeños, entre ellos Flavio, arrastraban sus esqueléticos cuerpos con la mirada tras la espalda de Cirilo. Sus cuerpos estaban cubiertos por holgadas ropas. Con sus uñas en sus frágiles dedos intentaban alcanzar algo en la estantería de la cocina. mientras yo retrocedía dos pasos. Contuve el aliento, el estómago lo sentía muy pesado, sentí que se me helaba la espalda.
―Danos a nosotros, solo a nosotros―. Repetían sin descanso amontonándose uno sobre otro. ―Queremos arroz, queremos arroz―. Sus ojos saltones no me quitaban la vista de encima, mi cuerpo se cubrió de escalofríos, imaginé que saltarían a la estantería a buscar donde estaba escondido el arroz.
De pronto apareció junto a ellos Jaimito. Su mirada estaba perdida y revelaba desesperanza. Le preguntó a todos qué estaban haciendo.
―Pedimos arroz del que nos diste, decile que nos haga más. ―Su mirada se elevó al encuentro con la mía y noté un brillo de anhelo en sus pupilas. Extendió su mano, pero Sonia lo jaló del hombro, retirándolos de la cocina:
―Váyanse al comedor, llamen a los otros patojos que ya va a estar la cena―.
Mis manos temblaban, rápidamente piqué los tomates y los eché a la olla de salsa espesa e hirviente. Después de la cena caí rendida. Le entregué a Sonia la bolsa que me habían dado en la recicladora, ―racionala bien, que alcance en el desayuno.
Pasaron un par de noches y vi cómo poco a poco los chicos, desde los más pequeños a los mayores, ganaron cuerpo, sus cachetes se fueron abultando y permanecían despiertos más tiempo. Entonces Conseguí más arroz con mi salario además que algunas vecinas me colaboraban con la recaudación de donaciones para el hospicio. Poco a poco los niños permanecían se erguían y jugaba por ratos.
Al salir una noche, Jaimito me dijo que todavía tenía hambre, que sentía dolor en el estómago. Lo abracé. Sentí su estómago muy duro. Preocupada, lo llevé con la enfermera. Él era un niño muy noble, también dispuesto a pasar hambre por ayudar a los otros. Me dio mucha pena dejarlo.
Al día siguiente varios compañeros de trabajo se ausentaron por pérdida de movilidad para caminar y mover los brazos, además de dolor de estómago. No era de extrañarse, viviendo en un sector tan pobre, como este, es normal enfermarse por consumir cualquier agua o algo descompuesto. Sin embargo, en el hospicio muchos chicos habían presentado también síntomas, pasaron todo el día acostados casi completamente inmóviles. Cuando llegué, fui a ver a los chicos de cuna y la mayoría respiraba de forma entrecortada. Hice llamar a los médicos para que los revisaran. Esa noche no parecía conveniente darles algo muy pesado de comer. Eso desencadenó mucho enojo, especialmente en Jaimito quien lloró amargamente en su cama cuando se le llevó el agua de avena. No se levantó a probarla y no me dijo nada. Solo le decía a Sonia que tenía hambre, “solo el arroz me llena, dame de eso”, sollozaba. Terminé mi labor en la cocina, asegurándome de no dejar nada a la vista por si algún chico se metía en mi ausencia. Luego fui a buscar a Sonia para despedirme, me dijeron que estaba en el cuarto de los chicos grandes, consolando todavía a Jaime. Mientras me dirigía hacia allí sentí que las paredes se enfriaban. Mis pasos rechinaban por los corredores oscuros.
Los niños estaban en sus dormitorios, pero a través de las puertas escuchaba sollozos. Luego se oyó el grito de una niñera del otro lado del pasillo y otro más en el cuarto de los mayores, ¡era Sonia! Apuré la marcha y al pasar por la puerta se hizo oyó un rechinido agudo seguido de completo el silencio. Un momento después percibí el llanto de Sonia y, provenientes del resto de la casa, lamentos y chillidos. Me puse tiesa y sentí los brazos fríos. Me paré junto a Sonia, frente las camas de Cirilo y Jaimito. Sobre cada lecho había una figura de plástico, muñecos con muecas de dolor y sus ojos fijos en nosotras.
Siempre supe que había algo extraño en ese arroz. Pero finalmente, si me preguntan por qué les di de todos modos, porque tenían hambre y no quería hacerlos sufrir.
Comments